Es un pequeño milagro que Bellver cumpla veinte años. Desde aquel 1 de noviembre del 96 han cambiado tantas cosas en la sociedad y en los mundos del periodismo y de la cultura que la supervivencia de estas ocho páginas semanales, con el único respaldo del medio que lo publica, Diario de Mallorca, es una buena prueba del compromiso del grupo de comunicación que lo edita, Editorial Prensa Ibérica, con la creación cultural en sus más variados ámbitos.
Francisco Díaz de Castro fue la firma protagonista en el primer número de Bellver, y esa elección refleja también la voluntad de conectar con el mundo de la Universidad, muchas veces alejado, por prejuicios, de unos medios de comunicación que algunos consideran demasiado banales para sus pretensiones científicas. Díaz de Castro es un ejemplo perfecto de cómo el criterio científico, el rigor y la capacidad de divulgación pueden ser compatibles y mutuamente enriquecedoras.
En esencia, el objetivo de Bellver no ha variado, porque seguimos intentado reflejar o difundir contenidos culturales, con preferencia de los literarios, que sean útiles o enriquecedores para nuestros lectores. Bellver es un reducto que sobrevive a dos décadas de tremendas conmociones en el mundo de la cultura, a veinte años tan intensos y complejos, como consecuencia de la revolución digital, que han obligado a redefinir toda la industria cultural, con consecuencias positivas y otras muy conflictivas.
En medio de esa tormenta, Bellver ha sido testigo de las apocalípticas predicciones sobre la industria editorial y también de la actual resaca que cuestiona esos vaticinios y permite contemplar cierta resurrección , aunque a costa de sangre, sudor y lágrimas.
Lo mismo podríamos decir, con las peculiaridades de cada ámbito, de la música, las artes plásticas, el teatro o el resto de frentes culturales que, como el conjunto de nuestra sociedad, adaptan su estructura e intentan sobrevivir a un entorno que se transforma casi cada día con las nuevas opciones tecnológicas que repercuten en las formas de producción, difusión, propiedad intelectual y beneficio comercial que garantice el futuro.
En Bellver, de manera tenaz, sin estridencias ni soberbia intelectual, se ha ido asentando una huella cultural en la que queda el rastro de buena parte de la creación generada en el puente entre dos siglos. Nacimos cuando finalizaba el siglo XX y son ya 16 los años del XXI en que hemos cumplido el compromiso semanal con nuestros lectores.
En todo ese tiempo, hay una presencia permanente, la de Biel Mesquida, que comenzó con su “Mapamundi d’ultrasons” y sigue con su “Plagueta de notes”. Mesquida es buena referencia de cómo un creador es capaz de adaptarse a las posibilidades de las nuevas tecnologías y aprovecharlas mientras permanece fiel a la esencia de su tarea creativa.
Junto a él, centenares de autores, críticos, periodistas, fotógrafos, dibujantes y diseñadores, han colocado las teselas de este mosaico, que fue concebido, parafraseando a Núria Espert, durante su reciente discurso al recibir el Premio Princesa de Asturias de las Artes, en las dos lenguas que amamos, el catalán y el español.
Como homenaje a todos ellos, citaré la primera alineación de hace veinte años. Además del mentado Díaz de Castro, allí estaban, por riguroso orden de salida a escena, Miguel Vicens, Pau, María Jesús Díez, Miquel Cardell, Javier Cuervo, Matías Vallés, Luis G. Iberni, Biel Amer y Biel Mesquida. También estaba José Carlos Llop, aunque con seudónimo, y me hubiera gustado contar con la escritura magistral de Andrés Ferret, pero, por una de esas esquinas oscuras de la vida, nos dejó justo el día antes de la edición del primer Bellver. En el segundo ejemplar se incorporaron Jeroni Salom y Eduardo Jordá, con su inolvidable sección “Para que bailen los osos”. Camilo José Cela Conde abrió el tercer número y sigue enriqueciendo cada semana los contenidos de Diario de Mallorca.
Literatura, arte, música, ciencia, poesía, y también comic. Florentino Flórez se pregunta en estas mismas páginas porqué esta inusual presencia y pervivencia de una crítica de comics en nuestro suplemento, muy poco habitual en este país. La respuesta la tiene en el primer número con la firma de Javier Cuervo, que, por un arabesco feliz de la vida, acaba de ser protagonista de una crítica de Florentino en el ejemplar de Bellver de la semana pasada, como autor de una joya titulada “Flash Gordon el conquistador”.
Concebir Bellver, bautizarlo y coordinarlo directamente durante sus primeros cuatro años fue una estupenda aventura. Después tomaron el relevo Josep Joan Roselló, Carlos Garrido y Francesc M. Rotger, que es quien en los últimos ocho años pilota con acierto y gran entrega esta nave, cuya mantenimiento a flote en tiempos de convulsión de la industria periodística ha supuesto un notable ejercicio de imaginación, pragmatismo y sinergias con el conjunto de nuestro grupo editor.
Desde el primer número intenté que la independencia orientase los contenidos de Bellver. Sin prejuicios, sin apriorismos, sin imposiciones por intereses personales o comerciales, con la inevitable subjetividad de una tarea que debe tener el contrapeso de la honestidad intelectual. Y al escribir este último concepto pienso que puede ser un buen momento para desvelar algo que durante estos veinte años me han preguntado de forma recurrente: ¿Por qué el suplemento se llama Bellver? La respuesta es: Por Jovellanos. Por el hombre, el intelectual y político brillante y honesto que permaneció desterrado en el castillo entre 1802 y 1808 y fue capaz de escribir allí las obras claves para la historia de Mallorca que son la Descripción del castillo de Bellver y sus vistas, y los textos sobre las joyas góticas arquitectónicas de la catedral, la lonja, San Francisco y Santo Domingo.
Jovellanos es uno de los símbolos de la Ilustración que fue capaz, en la vanguardia de la mentalidad europea, de trabajar incansable por la cultura, la educación y las ideas que deberían transformar este país y que le costaron tan caras.
En tiempos en que la cultura parece asediada por la política, Jovellanos es un símbolo de resistencia contra la injusticia del poder, y su amor por Mallorca le llevó a redactar textos esenciales para la historia de esta tierra, a pesar de las condiciones en que llegó como reo de Estado, primero a la Cartuja de Valldemossa, y luego a Bellver, para que el aislamiento y el castigo fueran mayores. Aprendió catalán, leyó las obras de Ramon Llull, y nos dejó un legado que supone un “prodigio de exactitud documental”, en palabras del profesor Caso, el gran experto en la obra jovellanista.
Por eso Bellver, por la idea de resistencia cultural incluso en los tiempos más duros para el lado de luz de la vida.
